Por Julie López
La militarización de la seguridad interna a la cual se refiere este trabajo no es aquella en la que la cúpula militar aspira a controlar la seguridad interna. Se trata de una militarización más versátil, pero no menos dañina. Implica la constante intervención militar en asuntos de seguridad interna por medio de asesores, funcionarios militares, activos o en retiro, en el Ministerio de Gobernación, o en oficinas de inteligencia civil, que debilitan la administración civil de la seguridad, en particular en la Policía Nacional Civil (PNC). Parte del debilitamiento también ocurre con la militarización de las prácticas y estrategias policiales.
El tipo de militarización al cual se hace referencia en este trabajo no es aquella en la que la cúpula militar avanza hacia la aspiración de controlar la seguridad interna, sino aquella en la que la constante intervención en asuntos de seguridad interna se presta para manejos anómalos de fondos, o responde a intereses económicos o políticos externos, y/o está promovido por los mismos, y no responde a salvaguardar la integridad de la ciudadanía ni a contribuir a soluciones de fondo.
Un mayor uso de la fuerza militar en operativos de seguridad ciudadana también responde a intereses económicos o políticos externos, está promovido por los mismos, y no contribuye a las soluciones de fondo. Es tal la tradición de estas prácticas que, en este capítulo, no se utiliza el término “remilitarización” porque la militarización nunca se detuvo.
Los dos contextos que reflejan la militarización con más evidencia, como los estados de Sitio con el uso de fuerza militar para (en teoría) reducir y controlar la violencia, son: (1) situaciones de conflictividad social por problemas limítrofes, oposición al extractivismo (minería) y violaciones de derechos humanos relacionados a los monocultivos (banano, palma africana), por usurpación de tierras y desalojos, entre otras razones; y (2) picos de inseguridad ciudadana derivada de la violencia generan las pandillas, o el narcotráfico.
La historia de los estados de Sitio en el país, y del uso indiscriminado de la fuerza militar durante el conflicto armado interno (1960-1996), muestra que la medida no resuelve los problemas de fondo. Los estados de Excepción simplemente silencian la demanda social, no la atienden, especialmente cuando van acompañados de la criminalización de las víctimas denunciantes. En el caso de la violencia delincuencial o del crimen organizado, los resultados son de corto plazo. La violencia se reduce mientras dura el estado de Excepción, y vuelve después.
La actual administración del presidente Alejandro Giammattei es la que más estados de excepción ha empleado. Mientras que el promedio ha sido de uno por año en los gobiernos de los últimos diez años, el actual promedia tres por año desde el inicio de la administración en 2020. Cuatro obedecieron a temas de inseguridad por delincuencia o crimen organizado, y tres por conflictividad social, para un total de siete, hasta agosto de 2022.La inhabilidad para generar inteligencia para estrategias de prevención, y resolver los problemas de fondo, garantiza la necesidad del Ejército para reducir la criminalidad y la conflictividad social—aun si es a corto plazo. Esa ha sido la mecánica de los gobiernos civiles y militares en los últimos 70 años. Desde los años 50, la militarización no es un fin en sí, sino un medio de control social, para la defensa de intereses económicos y/o políticos de actores estatales o no estatales, a nivel local o extranjero, incluso a expensas de la violación de derechos humanos de poblaciones vulnerables. También es un vehículo de acceso a fondos sin cuentadancia pública.
En los años 50, el Ejército se plegó a los intereses políticos (la narrativa de la lucha contra el comunismo) y económicos (la Reforma Agraria y la expropiación de tierras a la United Fruit Company en Guatemala en el gobierno de Jacobo Arbenz Guzmán, derrocado en 1954) de los Estados Unidos, con quien ya había una relación de influencia creada con base en alianzas políticas desde al menos la segunda década del siglo XX.
El Ejército se involucró en un proceso real de profesionalización y modernización hasta la década de “gobiernos revolucionarios democráticos” de 1944-1954 (Arévalo, 2021: 128). Fue clave el chantaje al que EE. UU. sometió a los militares guatemaltecos en abril de 1954, cuando entregó armas y equipo a los ejércitos en Nicaragua y Honduras, y condicionó la ayuda a Guatemala al derrocamiento del presidente Arbenz (visto como un peligro comunista en la región). Para julio de ese año, el chantaje había funcionado y su gobierno había caído.
Los gobiernos militares posteriores sirvieron a los intereses de las empresas canadienses de minería sobre los derechos de las comunidades indígenas, en El Estor, Izabal, por ejemplo. La práctica se sostiene actualmente en ese municipio y otros municipios, con el uso de recursos militares y policiales para defender los intereses de empresas locales y extranjeras, aun cuando el estado está en manos civiles. El gobierno también utiliza las instituciones del estado para criminalizar a las víctimas.
Si bien la Firma de los Acuerdos de Paz en 1996, y el Acuerdo del Fortalecimiento del Poder Civil y Función del Ejército en una Sociedad Democrática, perseguían precisamente ese fortalecimiento, una cláusula en el acuerdo abrió las puertas al uso de fuerzas militares cuando las fuerzas civiles se vieran rebasadas en su capacidad. El problema es que eso ocurre todo el tiempo, y que el acuerdo no dio origen a las reformas legales necesarias para fortalecer a las autoridades civiles.
La militarización, en cualquiera de sus formas, contribuye a socavar el funcionamiento de las instituciones públicas en detrimento de la democracia. Eso incluye la creciente presencia de militares retirados en cargos públicos. Aunque representan sus intereses particulares, y no institucionales, también han influido en el debilitamiento del poder civil. Su influencia depende enteramente del Ejecutivo, y de los partidos políticos que los incluyen en sus nóminas de candidatos a diputaciones en el Congreso. Las debilidades en la Ley de Servicio Civil, por inacción del Ejecutivo y el Congreso, permiten la ubicación de exmilitares en puestos públicos para los cuales no tienen experiencia, como pago de facturas políticas.
La responsabilidad no es sólo de los militares. También es de los gobiernos civiles, según el politólogo Bernardo Arévalo. “La fluctuación en la cuota de participación militar en la seguridad ciudadana en los últimos 25 años se puede explicar más por la inconsistencia e incoherencia de las autoridades civiles, que por una sostenida presión institucional de las fuerzas armadas” (Arévalo, 2021: 137). En algunos gobiernos, ha sido una decisión calculada para no abrirse un frente con la cúpula militar.
Este capítulo muestra cuál es la situación actual sobre el terreno, qué factores han incidido históricamente en la militarización, y cuáles son las repercusiones más significativas con base en entrevistas personales, consulta de documentos oficiales y consultas bibliográficas y hemerográficas, así como cobertura periodística realizada desde mediados de los años 90. Para este trabajo se hicieron consultas al Ministerio de la Defensa que no fueron respondidas en su totalidad, así como al Ministerio de Gobernación, la Dirección General de Inteligencia Civil (Digici), y la Secretaría de Inteligencia Estratégica (SIE) que no respondieron solicitudes de entrevistas ni de información.