Por Jeannette Aguilar
Durante la mayor parte del siglo XX, hasta el golpe de Estado de 1979, El Salvador vivió bajo regímenes militares en los que la élite castrense ejerció directamente el poder político. Si bien a partir de los años ochenta, la élite militar permitió el ascenso de gobiernos civiles mediante elecciones, los militares siguieron teniendo un ingente poder en el tutelaje de la República, derivado del omnipresente control armado que ejercieron en todos los ámbitos de la vida nacional hasta el final de la guerra civil en 1992. Su alianza con el bloque oligárquico y su capacidad armada los convirtió en el “gendarme del estatus quo”, lo que les permitió ostentar un importante poder político, aun cuando ya no lo ejercían directamente.
De esta forma, la Fuerza Armada ha sido más que un árbitro entre los grupos de poder económico y los sectores políticos. Durante la mayor parte del siglo pasado hasta la firma de la paz, fue la institución más poderosa en la vida nacional. Como señala Samour (1994) al referirse al desmedido militarismo que ha caracterizado a la historia política salvadoreña, la supremacía militar en la esfera política fue tal que convirtió a la institución armada en un poder fáctico por encima de cualquier otro poder fáctico, algo que ha marcado negativamente el proceso político salvadoreño y sus posibilidades de desarrollo democrático.
La influencia del estamento militar en el ámbito político y social y su imprescindibilidad para generar gobernabilidad a las élites de turno en distintos momentos de la historia ha venido dada por su capacidad de utilizar su poder armado como herramienta de acción política. Ese poder político aseguró por décadas, la preservación de privilegios que garantizaron impunidad e ingentes beneficios económicos a la cúpula militar y a la oficialidad de turno, lo que favoreció el enriquecimiento de muchos militares. De esta manera, el control de la seguridad interna por parte del estamento militar ha sido clave para preservar su poder y “prerrogativas militares”, algo que las reformas constitucionales derivadas de los acuerdos de paz buscaron erradicar con la reconversión de la misión y doctrina de la institución militar. “El control hegemónico que los militares habían mantenido de la seguridad permitió manipular las percepciones de amenazas al orden y hacerse imprescindibles para el poder político, por lo que al ver reducida su capacidad de manipulación, por la pérdida de control sobre la seguridad interna, los militares perdieron el instrumento fundamental que tenían para hacerse necesarios” (Costa, G., 1999, p.217).
Hasta antes de las reformas políticas de los acuerdos de paz, el mantenimiento del orden y la seguridad pública formaban parte de la misión ordinaria de la Fuerza Armada de El Salvador (FAES). La seguridad interior y la represión política fue la principal función del ejército salvadoreño a lo largo del siglo pasado (Stanley, W, en Costa, G., 1999), en el marco de la Doctrina de seguridad nacional. Desde mediados de los años sesenta, con el apoyo del gobierno de los Estados Unidos, la FAES junto a los cuerpos de seguridad y a las estructuras paramilitares, constituyeron un sistema de seguridad interna que fue utilizado para la persecución política de todo posible opositor.
A partir del inicio formal de la guerra, las fuerzas armadas asumieron un rol protagónico en la política de seguridad contrainsurgente, enfocada principalmente en la defensa del Estado o seguridad interna, que derivó en una persecución más brutal e indiscriminada hacia todo aquel que encajaba en la difusa categoría de “enemigo interno”. El tránsito de una represión paramilitar más selectiva, hacia una represión más brutal e indiscriminada involucró bombardeos masivos de población civil en el campo y cientos de masacres en el marco de la denominada estrategia de Tierra Arrasada, que obligó a millones de salvadoreños a desplazarse internamente y emigrar. Las graves violaciones a los derechos humanos ejercidas durante el período del conflicto armado en El Salvador por las fuerzas armadas en contra de la población civil fueron parte de la maquinaria represiva para ejercer el control social y poblacional. El informe de la Comisión de la Verdad preparado por Naciones Unidas recién finalizada la guerra reveló que el 95 % de las denuncias de graves violaciones a los derechos humanos fueron atribuidas a la Fuerza Armada, a los ex cuerpos de seguridad y grupos paramilitares (integrados por militares y policías) que actuaban con la aquiescencia de la institución armada (ONU, 1992).
En este contexto, la desmilitarización del Estado y el replanteamiento de su misión constitucional fueron medulares para avanzar en el proceso de construcción democrática que inició con la firma de los acuerdos de paz. Como sostiene Costa (p.97) “lo más importante de la reforma militar no fue su reducción cuantitativa, sino la adopción de una nueva misión y doctrina” que sustrajeron constitucionalmente a la institución armada de su rol político y del ámbito de la seguridad pública. Esta reducción drástica de atribuciones pactada en los Acuerdos buscó otorgarle a la Fuerza Armada el lugar que le correspondía en una sociedad democrática, el de garante de la defensa nacional y porque, además, “esto permitió a los salvadoreños el más amplio desarrollo de sus potencialidades, al liberarlos de las restricciones impuestas por el sistema de control poblacional del viejo régimen y de un marco institucional excluyente” (Costa, p.103-104). En otras palabras, la paz era posible si la Fuerza Armada abandonaba su rol político y el control instrumental de la seguridad y desmontaba las estructuras represivas legales e ilegales que protagonizaron graves violaciones a los derechos humanos.
Sin embargo, este proceso no estuvo exento de tropiezos y amenazas. Si bien hubo avances importantes en temas cruciales, están ampliamente documentados los esfuerzos del sector militar por dilatar, distorsionar y entorpecer hasta donde fue posible el cumplimiento de los Acuerdos, además de asegurarse desde el inicio una notable injerencia en la nueva policía (Aguilar, J., 2016). La oposición y amenazas de la cúpula militar- la Tandona” al avance del proceso de paz, fue atenuado con la aprobación de elevadas pensiones para su retiro, mientras que, en el caso de los tenientes y capitanes la moneda de cambio fue asegurar su ingreso a la nueva policía.
A tres décadas de la reforma militar más ambiciosa de la historia salvadoreña, la evidencia empírica revela serios incumplimientos por parte de la Fuerza Armada en el apego a su misión y doctrina, que se expresa en una grave reversión del proceso de desmilitarización propuesto, que de forma gradual y progresiva ha favorecido un nuevo auge del estamento militar en diferentes esferas de la vida civil y su retorno a un rol político. Bajo la justificación del auge delincuencial, los distintos gobiernos de la posguerra perpetuaron y normalizaron en clara violación a la Constitución, la participación de las fuerzas armadas en tareas de seguridad. Ello ha favorecido que progresivamente hayan ido desplazándose a ese ámbito al grado de que hoy día la seguridad es asumida por el ramo de defensa como parte de su rol ordinario y estratégico. En la actualidad, no cabe duda de que la seguridad pública ha vuelto a ser la función principal que la Fuerza Armada desempeña en la vida nacional. Este progresivo protagonismo militar en la seguridad pública favorecido por la débil legitimidad de los gobiernos y su incapacidad para resolver el grave problema de la inseguridad les ha permitido ir permeando cada vez más espacios civiles, lo que está favoreciendo un nuevo auge del militarismo.
Desde 2019 con la llegada de un gobierno autoritario de tipo autocrático que ha desmantelado aceleradamente los avances democráticos logrados por El Salvador luego de finalizada la guerra, la Fuerza Armada ha abandonado su naturaleza apolítica y violado la Constitución al respaldar graves atentados contra la democracia, el Estado de derecho y los derechos humanos, como la toma militar de la Asamblea Legislativa, el reemplazo ilegal de los magistrados de la Sala de lo Constitucional que favoreció la posterior captura del órgano judicial, los graves abusos y la detención arbitraria de miles de personas durante la cuarentena por el Covid-19 y más recientemente, su participación protagónica en una política de capturas masivas bajo la cual se están cometiendo graves vulneraciones a los derechos humanos, en el marco del régimen de excepción instaurado por la Asamblea Legislativa a solicitud del presidente a finales de marzo de 2022. Estos graves hechos muestran que a tres décadas de firmada la paz, la Fuerza Armada sigue un serio obstáculo para la democracia en El Salvador.
Para fines de este trabajo, se utilizará una definición de militarismo propuesta por Samour (1994), entendida como el “desmedido influjo de los militares en las instituciones sociales y políticas”, mientras que la remilitarización de la seguridad, es entendida como el retorno progresivo y la creciente participación directa de las fuerzas armadas en la seguridad pública, a nivel operativo y/o en la conducción de las instituciones responsables de la seguridad.
En este contexto, se parte del supuesto que el proceso de remilitarización de la seguridad iniciado casi simultáneamente a la firma de los acuerdos de paz no fue un fin en sí mismo, sino un medio para volverse imprescindibles a los poderes políticos de turno y recuperar su poder y capacidad de influencia política que aseguraran sus intereses corporativos. Bajo esta premisa, el presente trabajo busca mostrar con evidencia empírica disponible e indicadores contrastables, la significativa reversión del proceso de desmilitarización acordado con la firma de los acuerdos de paz, expresado en un nuevo auge del estamento militar, que va más allá del aumento numérico de militares y que se expresa en la significativa intervención de ejército en la seguridad pública y en otros ámbitos de la vida social y cívica, incluyendo la esfera de lo político. Si bien el énfasis del análisis de los principales indicadores está puesto en la última década, se ha procurado ofrecer una mirada histórica del período posconflicto, que permita entender las fallas de origen de la ambiciosa reforma militar. Adicionalmente, se examina la relación entre la narrativa oficial en torno al enemigo interno como justificación para una mayor presencia militar en la vida pública y civil y el impacto que la remilitarización ha tenido en grupos y sectores vulnerables.